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La inspiración en el arte es un tema tan importante para los creadores que cada época ha tenido su forma particular de explicarla.

Ya los griegos en su mitología dieron forma de divinidad (¡ahí es nada!) a la inspiración, así de vital era para ellos. Vital y cotidiana, si atendemos a la cantidad de obras artísticas que han llegado a nuestros días y que fueron creadas en aquellos remotos tiempos. ¿Qué mejor prueba queremos de la razón que tenía Picasso al decir que la inspiración hay que esperarla trabajando? De hecho, se cree que los griegos llegaron a adjudicar un altísimo número indeterminado de divinidades, tantas variantes, especialidades y aristas tenía para ellos la inspiración.

Con el paso del tiempo fueron concretándose y reduciéndose en número, quién sabe si las más efectivas cuando se apelaba a ellas, o las más diligentes a la hora de aparecer donde se las necesitaba aun no siendo llamadas. ¿Cuál sería la razón para que aquellas otras pasaran al olvido? ¿Se jubilarían? ¿Un ERE?… Vaya usted a saber.

El caso es que solo nueve quedaron (y en ocasiones se unían en una sola: Mnemiae, o recuerdos). Las nueve musas, divinidades inspiradoras de las Artes, hijas de Zeus y de Mnemóside. A esas nueve acompañantes de los reyes en sus fiestas como apuntadoras de palabras acertadas, Hesíodo les puso nombre concreto: 

Clío (musa de la historia), Euterpe (musa de la música), Melpómene (musa de la tragedia), Talía (musa de la comedia y de la poesía bucólica). Terpsícore (musa de la danza y la poesía coral), Polimnia (musa de la retórica), Urania (musa de la astronomía, de la astrología, de las ciencias exactas y la poesía didáctica). Calíope (musa de la elocuencia, la belleza y de la poesía épica) y Erato (musa de la poesía lírica amorosa).

Si los grandes autores griegos llegaron a dar tan respetuoso trato a la inspiración es que esta no es, ciertamente, algo fácil de encontrar. Pero que sí era algo a lo que se podía llamar, evocar o acudir cuando se necesitaba. Si pones nombre, peplos y melena rubia ondulada a la inspiración es porque necesitas tener una imagen suya a la que acudir y con la que conversar cuando te enfrentas al papel en blanco. No se pone nombre a alguien a quien no se va a llamar.

La neurología actual, la Grecia clásica, Picasso, Stephen King y tantos otros nos enseñan, cada uno con su experiencia, que las musas son multitarea y que tienen que pillarle a uno trabajando. Esto es, no vale con mentarlas y echarse a la bartola, hay que pintar, escribir, hablar, silbar, recitar, leer, leer y releer. Darle al cerebro todo aquello que se parezca a lo que queremos que él nos regale.

Lo que llamamos inspiración en los procesos de creación tiene una explicación neuromorfológica. Las diferentes estructuras cerebrales trabajan en conexión y coordinación entre sí, y resulta que las habilidades regidas por una determinada zona cerebral son utilizadas para llevar a cabo más de una disciplina artística. Igual que Terpsícore y Urania, por ejemplo, controlaban el negociado de varias disciplinas al mismo tiempo. A Terpsícore había que llamar si se quería componer poesía y coreografías; y a Urania si se quería atinar cuando se echaban cuentas, pero también si se quería descubrir una nueva estrella.

También Oliver Sacks nos cuenta de forma amenísima cómo las destrezas matemáticas, musicales y lingüísticas (hasta el olfato y gusto) van de la mano y se alimentan mutuamente en el cerebro humano (y porque ningún animal lo ha contado, que cuando a los perros les dé por hablar, vamos a alucinar más que los pacientes de Sacks).

Las habilidades relacionadas con el lenguaje son necesarias no solo para comunicarse, sino para crear obras literarias y musicales. El hemisferio derecho controla la creatividad. La creatividad en todas sus formas. Así, por conexión, cuando se está en contacto con una obra de un determinado género artístico se activa la zona del cerebro que se encarga de comprender y dar sentido a ese color, esa palabra o esa nota musical presente. Y esa es la chispa que enciende la mecha. Que lleva a dar con una ecuación matemática, a hilar una historia apasionante o a extraer la Piedad que está contenida en un trozo de mármol. Neurobiológicamente hablando tiene todo el sentido que sea precisamente cuando disfrutamos de una obra de arte cuando generemos otra obra nueva (plagiadores aparte), porque hemos creado un ambiente propicio para que la mente se explaye. Y, también, porque hemos dejado que la belleza acalle nuestros ruidos internos y podemos escuchar el canto de la musa.

Esta relación estrecha entre las distintas habilidades la experimento cuando escucho mi mayor fuente de inspiración o herramienta para centrar mi mente que es la música clásica para piano solo. La de sonatas, a poder ser, cuando tengo que solucionar muchos problemas en poco tiempo. Tiene un impacto muy llamativo sobre mi capacidad de concentración y creatividad. Efecto que no ejercen las piezas para orquesta y, curiosamente, casi opuesto a la sensación que me produce el sonido del violín solo, aunque esté bien tocado.

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